sábado, 27 de febrero de 2016

"El adulto que aún era niño"

Hace poco volví a ver una película que a menudo visionaba en mi infancia por sus continuas reposiciones en televisión y porque era una película que nos encantaba a toda la familia. Esta película se titulaba "Big" y estaba protagonizada por el gran Tom Hanks cuando aún era tan solo una joven promesa del cine.

Si aún no la has visto o ya no la recuerdas, te recomiendo que le eches un ojo antes de seguir leyendo la presente entrada del blog, puesto que lo que aquí vengo a contar está muy relacionado con el entresijo de la trama y no quisiera estropearte nada del largometraje.

Así pues, cabe recordar que el argumento de nuestra película trata de un chaval que, cansado de ser un crío y de las desventajas que ello le conlleva, desea una noche hacerse mayor. Su sorpresa vendrá cuando amanezca al día siguiente y se vea transformado en un adulto, aunque por dentro no haya dejado de ser un niño.

Una vez adulto, nuestro protagonista tiene que buscar la manera de subsistir, y consigue un empleo en una tienda de juguetes donde su jefe empieza a ver en él un gran potencial para diseñar nuevos productos y anticipar el éxito o el fracaso de algunos que ya tenía en mente la empresa.

¿Cuál era el secreto de este empleado para ser capaz de dar lo mejor de sí en su trabajo? Fácil y sencillo: nunca había dejado de ser niño, aunque su aspecto físico dijera lo contrario.

Mientras que la empresa intentaba averiguar que productos se venderían mejor mediante extensos análisis de marketing y estudios estadísticos, el adulto que aún era niño lo miraba todo de una forma mas inocente y sencilla, donde lo más destacable eran las posibilidades que le aportaban ese juguete a su niño interior.

¿Y qué pasa con nuestro niño interior? ¿Lo tenemos en cuenta nosotros cuando trabajamos en Educación? Después de todo, no podemos olvidar, y más en nuestra profesión, que nosotros también una vez fuimos niños, y que parte de ese niño que fuimos sigue habitando dentro de cada uno de nosotros y de nosotras, aunque a menudo no lo veamos o no lo sepamos encontrar.

Estar en concordancia y sintonía con él nos ayudará a entender mejor a nuestro alumnado, actuando con la madurez de un adulto pero con el conocimiento de causa de un niño, un niño que tiene una forma de ver y comprender el mundo aún muy distinta a la nuestra, la cual, si queremos llegar realmente a ellos, no podemos obviar.

Nuestra posición privilegiada nos ofrece la oportunidad de conectar dos formas complementarias de vivenciar un mismo mundo, sirviendo de nexo para que las nuevas generaciones vayan adquiriendo nociones y experiencias respecto al mismo, y vayan forjando así una visión lo más completa, global y crítica posible de éste, pero siempre respetando sus ritmos y sus procesos madurativos.

Por lo tanto, esto no lo podemos hacer, ni mucho menos, construyendo la casa por el tejado, sino fijando fuertemente los cimientos, entendiéndose por estos el buen desarrollo del autoconcepto y de la autoestima, la buena gestión de las propias emociones y potenciando el afán por el conocimiento que todo niño y niña trae consigo de forma innata, ofreciéndole las herramientas, situaciones y estrategias adecuadas conforme a la edad o estadio del desarrollo en el que se encuentre.

Porque los niños y niñas tienen un fuerte deseo de conocer y explorar el mundo que les rodea, pero chocan de lleno con la manera en la que nosotros le queremos enseñar. Debemos tener en cuenta que no podemos limitarnos a dar explicaciones al respecto desde nuestra posición de adulto lógico y analítico, sino que tenemos que situarnos a su nivel de comprensión y entendimiento, mucho más activo y experimental, para, desde ahí, ir construyendo los distintos aprendizajes.

Así pues, debemos entender que el error es un factor fundamental para que se produzca el aprendizaje, y penalizarlo con mensajes negativos (que a menudo se convierten en descalificaciones hacia el propio alumno y hacia su trabajo realizado) no es la mejor manera de proceder, pues lo idóneo sería reconocer el esfuerzo hecho por el alumno y animarle a superarse a sí mismo porque estamos convencidos de que puede hacerlo mucho mejor.

Recordad, además, que en nuestro afán por ejercer con esmero nuestro rol de adulto, a menudo confundimos conceptos, y al término madurez le acoplamos la definición de serio y de rígido, cuando la madurez realmente es un grado que nos brinda la oportunidad de afrontar la vida como adultos sin perder de vista al niño que fuimos, sabiendo disfrutar de la misma como tales.

Porque la Educación no tiene por qué ser sinónimo de aburrimiento ni de monotonía, porque podemos hacer que nuestras clases sean mucho más atractivas tanto para nuestros discentes como para nosotros mismos si conocemos de antemano qué temas les atrae y qué cosas les motiva, y porque, como pasaba en el caso de nuestra película, a menudo ocurre que una intuición basada en el saber generado por la propia experiencia (y, en nuestro caso, reforzado por la diferente formación recibida) vale mucho más que un sinfín de documentos escritos por personas que lo observan todo desde la grada y establecen conclusiones sin bajar al terreno de juego.

En nuestra mano queda al final, de manera directa, la responsabilidad de dar a nuestro alumnado una atención lo más completa y acorde posible. Por lo tanto, una vez en el aula, cuando tengas al alumnado frente a ti, y te dispongas a proceder, no olvides preguntarte si el niño o niña que fuiste un día estaría orgulloso del maestro o maestra que has llegado a ser. Y recuerda que, si no encuentras la respuesta, no tienes más que echar un vistazo a tu interior.